TEORÍA DE LAS GUERRAS CONTEMPORÁNEAS

La aparición del arma atómica al final de la II guerra mundial supuso un hito en el planteamiento, desarrollo y manifestación de las guerras. Las potencias industriales modernas, no necesariamente avanzadas (ni China ni India lo eran), pudieron desarrollar al acabar la guerra mundial y en un período de maduración de unos 30 años, el arma nuclear de fisión y luego el de fusión. La revolución militar que supone el arma atómica reside en la pavorosa concentración de fuego, en tiempo y lugar, de que es capaz. Por ejemplo, una bomba atómica de 20 kilotones de TNT equivale a la potencia destructora simultánea y concentrada en unos pocos km.2 de 4 millones de proyectiles de 75 mm. para el cañón francés Schneider de tiro rápido.

El Arma Atómica como Centro del Plan de Fuegos. Su Proyección Estratégica.

Todo esto supera cualitativamente a las barreras móviles y fijas y a los golpes puntuales y concentrados de fuegos empleados por la artillería pesada. Que, sin embargo, mantienen su interés en la formas de lucha sin armas atómicas y como complemento táctico de éstas: en el interior de posiciones, en la lucha cerca del límite de éstas y en zonas urbanizadas, en la guerra móvil y en las guerras de guerrillas y contraguerrillas. Con ello, también, el arma atómica táctica se erige en el rey de los fuegos. Y al plan de fuegos atómicos, si existiera, debe adaptarse el plan de fuegos artillero y de aviación, en la preparación y desarrollo de las batallas.

A diferencia con las otras armas conocidas o existentes, el arma atómica no tiene una proporcionalidad o correlación directa, suficiente y habitual entre los medios empleados para su uso (sus distintos vectores son un cohete, un avión, un proyectil de artillería pesada) y el efecto destructor instantáneo que desarrolla. Y no creamos que a fines de la II guerra mundial el plan de fuegos de una batalla era baladí o moco de pavo. Pero con las armas atómicas no hay que movilizar grandes flotas aéreas ni divisiones de artillería de apoyo para lograr un efecto destructor dado. Veamos un caso de empleo táctico de la sobreabundancia de medios convencionales, buscando no la neutralización del objetivo, sino su difícil destrucción.

En julio de 1944 los estadounidenses intentaban la ruptura del frente alemán al oeste de Normandía. Para penetrar operativamente con el Tercer Ejército de Patton en la retaguardia estratégica de ese gran frente de rechazo alemán. La división panzer Lehr de élite se desplegaba en fortificaciones de campaña estáticas, incluidos sus escasos tanques como centros de puntos de apoyo de la defensa, al oeste de Saint Ló. Ocupaba un sector de 6 Km. de frente y 4 Km. de fondo. El 24 de julio 400 bombarderos estadounidenses atacaron las posiciones de defensa sin ocasionarles graves daños. Al día siguiente, unas 1600 fortalezas volantes las atacaron sistemáticamente. Las unidades que sostenían las líneas alemanas fueron eliminadas como tales casi al completo. Los caminos y las carreteras de la zona quedaron impracticables. Hacia el mediodía, el área semejaba un paisaje lunar. El efecto sobre hombres curtidos, formados y motivados fue indescriptible, enloqueciendo algunos.

Un efecto de los fuegos atómicos es la disminución general de la eficacia de las protecciones activas y pasivas. El efecto de la explosión atómica aérea es esférico. Y sobre una superficie terrestre es circular. Así, las fuerzas deben desplegarse en subunidades por la circunferencia que la limita, y realizar las marchas en agrupaciones más pequeñas o desdobladas, evitando ofrecer blancos útiles a los fuegos atómicos enemigos. Los vehículos blindados, por su velocidad, maniobrabilidad, movimiento campo a través y protección de las tripulaciones, se prestan a la lucha en el medio atómico. Los enterramientos, en forma de trincheras o pozos reforzados, y los ocultamientos, las posiciones en la pendiente posterior, los bosques y las zonas urbanas y fabriles, siguen teniendo un valor importante en la defensa.

El arma de fisión tiene un potencial limitado por las características de su masa crítica. Ésta es la masa de explosivo necesaria para que todos los neutrones emitidos en la fisión de los átomos de uranio 235 o plutonio 239, produzcan a su vez una fisión atómica y una emisión tremenda de energía a una velocidad casi instantánea. A partir de un determinado tamaño, del orden de la decena de kilos, la propia reacción exógena y centrífuga impele los restos o basura de la reacción y los trozos de combustible aún no fisionados hacia la atmósfera y la tierra, como parte de la nube radioactiva. El arma de fusión, por su parte, necesita una tremenda energía de activación, a una temperatura de millones de grados. Por ello, sólo se logró tenerla cuando se dispuso del arma de fisión. Éste sirve de fulminante para la fusión del “explosivo”. Pero su “tamaño” o capacidad explosiva sólo está limitada por las consideraciones generales de concepción, diseño y montaje. Es un paso más allá, fundamentalmente tecnológico, que lleva al arma atómica a los terrenos de la estrategia nacional y de la moral humana. Así, se pueden crear armas con la potencia destructora de millones de Tms. de TNT o megatones. Una verdadera barbaridad. A lo que se suma el carácter general, extenso e indiscriminado de la destrucción sobre personas, equipos, bienes y haciendas en muchos Km. alrededor del punto de explosión. Es una villanía abominable, apropiada para un Juicio Final.

Las Guerras de los Siglos XX y XXI.

Hasta ahora las guerras se libraban entre “naciones” grandes y pequeñas. Ellas eran las únicas capaces de generar una “voluntad de defensa”, concretada en unas fuerzas armadas y en el apoyo de la economía y la diplomacia de sus sociedades, para la defensa de sus intereses estratégicos y nacionales y su supervivencia. Existía un procedimiento o protocolo para su declaración y para la firma de los tratados de paz. El que no respetaba las normas de honor era considerado infame y si resultaba derrotado, podía esperar un severo castigo. El presidente Roosevelt, el lunes 8 de diciembre de 1941 a las 12:30 p.m. hora de Washington, en su discurso ante el Congreso reunido en sesión conjunta, y transmitido por radio a la nación, declaraba: “Ayer fue un día marcado por la infamia… Ruego a Uds. declaren la existencia de un estado de guerra entre los Estados Unidos de América y Alemania, Italia, el Imperio japonés y todos sus aliados”. Y al final fueron Hiroshima y Nagasaki. Las guerras contemporáneas duraban unos pocos años. Tras los cuales, agotada la capacidad industrial y la voluntad de defensa de los vencidos, no necesariamente invadidos u ocupados, éstos aceptaban su derrota y se firmaba la paz. Cuando las condiciones del armisticio y de la paz eran demasiado leoninas y humillantes, originaban nuevos “impulsos o arranques” vitales de defensa en el pueblo derrotado. Buscando superar y vengar los agravios recibidos. Ellos eran el germen seguro de una futura guerra en el término de una generación, medida en unos 25 años. Recuérdese el tratado de Versalles o Diktat contra Alemania, firmado el 29 de junio de 1919, promovido por Georges Clemenceau, llamado el Tigre. Cuyos últimos pagos, referidos a intereses del principal ya liquidado, los acaba de hacer a finales de septiembre de 2010 la Alemania reunificada, unos 90 años después de aceptados.

La amenaza del uso del arma atómica en la guerra entre las potencias industriales, alejó indefinidamente el peligro histórico y recurrente de una guerra de intereses de cualquier clase entre ellas. Los mandos civiles y militares o dirigentes de todas ellas, han exhibido a lo largo de más de 65 años un tacto exquisito, apoyados por la diplomacia y la economía nacionales, en las relaciones internacionales y en la resolución de los conflictos planteados. Ninguna cuestión “menor” relativa merecía asumir el riesgo de una guerra nuclear incierta, costosa y sin claros “vencedores”. En todo caso, las grandes potencias hegemónicas o las principales de una zona estratégica, dirimían regionalmente su lucha ideológica y de intereses. Y lo hacían mediante guerras limitadas y compartimentadas entre sus naciones “socias” y “correligionarias” locales subsidiarias no atómicas, incluso fuera de su zona estratégica natural. Ahí tenemos el caso de Angola, Cuba y Suráfrica, tras la descolonización de la primera. También la lucha en el cuerno de África de la Etiopía de Mengistu Haile Mariam, Cuba y la Somalía de Siad Barre. Cuya derrocación, tras la derrota por arrebatarle el desierto de Ogadén en 1991, precipitó a Somalía en el caos en el que aún se encuentra. Y tenemos el caso de Israel y los países árabes limítrofes, que le amenazan periódicamente con su eliminación y con echar al mar a los judíos supervivientes.

La Política Internacional altera el Status Quo inicial.

Pero la proliferación imparable de las armas atómicas entre naciones de culturas e idiosincrasias muy diferentes a las de las grandes naciones industriales originales, puede presentar un problema nuevo, grave y complejo. La amenaza nuclear es tan radical y peligrosa como para que ya ahora no resulte suficiente la “confianza” en la racionalidad, la bonomía y el buen hacer de todos los dirigentes mundiales, en su planteamiento y lanzamiento. Son los sistemas de armas a usar los que determinarán si las guerras serán o no totales. Y es necesario aplicar limitaciones reales y prácticas a aquéllos, que garanticen los derechos de la humanidad en su supervivencia y paz. Recordemos, además, que los derechos humanos personales y colectivos no los otorga nadie. Ni los gana ni consigue ningún colectivo supuestamente adelantado y activista. Son inherentes a la naturaleza humana y a todos los que de ella participan. Lo que pueden hacer las colectividades políticas y religiosas es reconocerlos o no y defenderlos o no.

(continuará)

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